La final
El Mundial ya casi toca a su final.
Una a una fueron cayendo mis cuatro selecciones. En series, en octavos, en cuartos, en semifinales. La que menos me escoció fue la derrota de la canarinha. Poca gracia me hacen Felipão y algunos de los suyos. Aun así, y por mucho que uno se lo pase pipa riéndole las gracietas a la galería imaginaria en Twitter, no reconforta precisamente presenciar el hundimiento y la humillación.
En el caso de España, por lo que me toca, me devolvió la alegría leer a Diego.
En el caso de Chile, resulta curioso ver como el técnico Sampaoli, habiendo conseguido que su equipo corriera como nadie detrás de la pelota sobre la base de un discurso formateado en la autoayuda -si nos lo creemos, lo seremos-, dejara escapar la calificación cometiendo un error tan gordo como permitir que el penalti decisivo lo pateara Jara -Jarita-, el propio autor del anterior autogol funesto.
También, sobre el trallazo de Pinilla en el travesaño, que a punto estuvo de apear a los brasileros -más les hubiese valido, a la luz de lo que vendría luego-, alguien hacía notar que el imperfecto oral, por la vía de ser el tiempo del relato, se va subjuntivando. El de Pinilla no fue gol, pero era gol.
En cuanto a los belgas, las uvas estaban verdes.
Ahora bien, una vez que tu equipo ha sido apartado del camino, resulta claro que apoyarlo acarrea una emoción espuria. En cambio, ver un juego cuyo resultado no te va ni te viene sí que procura emociones puras. Así, la final de este domingo. Final que perderán por cuarta vez los holandeses, para que me cuadre el chiste que no entiendo por qué repito tanto.