(Diario de Madera, 3)

Sol en la costa, lluvia en el monte. Este diario se moja con esa lluvia y se seca con este sol. El resultado es que se ha borrado un tercio de lo escrito. Lo medular. Queda la calderilla. Lo que sigue:

La diosa de los viajeros evitó enviarme a Madera durante los aluviones mortíferos del invierno de 2010. Ahora, en este otoño, la isla parece estar tranquila, a salvo de cualquier intemperancia. Entran en el puerto los cruceros, se despliegan por las calles y los parques los viajeros, y luego siguiendo la misma cadencia se recogen y los barcos se alejan. Todo parece estar pautado.

Los isleños trabajan para que los visitantes descansen. Y viceversa. No es difícil distinguir a unos de otros. Los maderenses son pequeños, morenos, llevan pantalón largo y fuman abundantemente. Los visitantes son grandes, rubicundos y visten ostensibles calcetines. Las señoras septentrionales en la medida en que envejecen se vuelven canosas. Las señoras meridionales en esa misma medida se van volviendo rubias.

La unidad de medida del turismo son las camas. El progreso de una isla como ésta se cuenta en número de camas. El turismo tiene estas cosas. Te paras a escuchar las explicaciones de una guía sobre la floración de la jacarandá y están en finlandés.

Tanto ajetreo sosegado cansa y despierta la gana. Así que al ponerse el sol en el Atlántico hay que recogerse en un restorán regional que propone cena regional amenizada por un grupo de cantos y bailes regionales. Lo mejor de la noche es que no cantan fados.

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