Déjalos destriparse entre ellos
Llueve incesantemente. No queda más que leer novelas.
Tras escapar por los pelos al linchamiento a manos del populacho azuzado por el etarra de turno, gracias a la protección inesperada del visir de Samarcanda, Omar Jayam recibe de manos de éste un cuaderno. El regalo del visir es un cuaderno en blanco, un moleskine último modelo, como quien dice, pero es sobre todo una advertencia: cúidate de los visires tanto como de los etarras, y sigue escribiendo versos como los tuyos, pero manténlos secretos.
Jayam no desoye el consejo y ese cuaderno se convirtirá en el manuscrito de Samarcanda que, tras innombrables aventuras, naufragará con el Titanic.
Samarcanda, la novela de Amin Maalouf, tiene méritos (aunque también sabe ser cursilínea). Leerla permite entender la diferencia entre sunitas y chiítas, nueva para nosotros y tan vieja, tan gastada ya para los musulmanes. Y comprobar que el terrorismo de Al Qaeda está enraizado en el hacer de la secta de los asesinos, de Hassan Sabbah, que asoló hacia el año mil, cuando el Islam conocía su apogeo.
Lo de lo cursilíneo (no me acuerdo de quién es el hallazgo) es por las descripciones de los amores de Jayam con Dayán, su poetisa intrigante: mieles van, mieles vienen, tortas van, tortas vienen, fragancia del jazmín, lukumíes y cuernos de gacela.
El desprecio de Jayam por el poder es crístico, y aun está mejorado con relación al de Cristo, porque se asienta en los sentidos, en la materia, en el placer del vino y el calor de la mujer. Estará exagerado por quienes nos lo cuentan, pero qué no está exagerado en el terreno de la Historia, donde lo que no ha sido exagerado ya no existe.
Como se sabe, Jayam no sólo era poeta, era astrónomo y médico. Los mandamases lo necesitaban, y Jayam a ellos, así los despreciase. Pero ese desprecio, ah, ese desprecio:
«Un hijo del sultán remplaza otro hijo del sultán, un visir desplaza a otro visir. ¿Cómo puedes pasar los mejores año de tu vida en esa jaula de fieras? Déjalos destriparse entre ellos. ¿El sol brillará menos, el vino será menos fragante?».
«Los imbéciles han renunciado al poder: yo me confieso imbécil», confesaba el poeta Hinostroza. Imitando a su manera a Propercio: «Los enamorados amamos la paz. Para crueles batallas, las que tengo con mi amada».