El destino
Iba poca gente en el vagón que volcó al mediodía del sábado pasado en Lovaina. En cuanto los pocos pasajeros maltrechos y aturdidos miraron a su alrededor, notaron un detalle que anunciaba la tragedia: alguien había perdido las zapatillas.
Nadie podía ver al muchacho aplastado por el vagón volcado, pero ahí estaban sus zapatillas señalándolo.
El diario dice que el muchacho muerto era un ángel. Y agrega que era originario de un pueblo —en la frontera entre Valonia y Flandes— marcado por otra tragedia ferroviaria. Hace quince años, dos trenes se dieron de frente en ese pueblo que se ordena en torno a la vía férrea, en parte porque los operadores, uno flamenco y el otro valón, no se entendieron. Una tragedia belga con saldo de ocho muertos.
Bien sabe uno que la realidad está compuesta de flujos que contienen sólo parcialmente el componente humano. Pero cómo no recordar al señor que escapó ileso del atentado en el aeropuerto de Bruselas en marzo pasado para resultar finalmente herido en la explosión consiguiente en el ferrocarril subterráneo.
Edward Hopper, Carretera en Maine, 1914