Un día en Amsterdam

La campiña amberina está pajiza de sol pero las torres de vidrio de los anillos de Utrecht y de Amsterdam reflejan charcos y vacas como siempre. Hay mucha gente en la ciudad porque es día de asueto y las policías jovencísimas no dan abasto para orientar a los visitantes, ocupadas como están controlando la identidad de los músicos rumanos que brindan un repertorio hollywoodense al personal repartido por las terrazas, ahíto de sol y de fermento.

De regreso, al crepúsculo, el paisaje brabanzón me parece por primera vez digno de verse, con sus primeros relieves tomando forma tras tanta planicie. Ya era hora, después de tantos años y de haber plantado un par de guindos. Como dice Cornelio, es una pena que Dios no se haya limitado a pintar paisajes.

Rembrandt, Vista de Amsterdam

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[J]

En una de esas terrazas, una visitante de marca es solicitada por un músico. Abre ésta su monedero y atrapa la primera moneda que flota en la superficie, la más ligera, la de cinco céntimos, y se la tiende al violinista. No puedo no recordar ni dejar de proferir entonces la célebre frase de Lira: Tome, buen hombre. Para que se dé un gusto.