La hora más larga
Los viajes largos se prestan a los relatos de viajes y a las confidencias. En un trayecto de esos mi madre nos contó su viaje de bodas. Conducía una de mis hermanas, que perdió el rumbo y acabamos en unos arrabales improbables.
Era un día de verano a orillas de un lago. Un lago rodeado de boscosas montañas sobre las que se empina el cono imponente de un nevado. Un lago cristalino y calmo. Paseaban mis padres por la ribera, guapísimos como eran, todo hay que decirlo. En una playa solitaria un botero alquilaba su bote. El botero se ofreció para remar pero mi padre prefirió hacerlo él mismo. Era un día espléndido y era un placer internarse en el lago, respirar hondo y apreciar el coleteo juguetón de algún salmón.
De pronto y sin que nada lo anunciaria el cielo comenzó a cubrirse y se levantó un viento del sur que en un dos por tres les hizo perder de vista la costa. Mi padre bajó la cabeza y remó con todas sus fuerzas pero el viento podía más. No sé cuánto duró la zozobra. Sólo sé que no dijo ni una sola palabra durante esa hora larga, decidido a no perder fuerzas en nada que no fuera llevar a mi madre de vuelta a la ribera. Supongo que en esa hora sellaron ellos un pacto más sólido que el que habían jurado pocos días antes.
Cuando por fin alcanzaron la costa, exhausto, mi padre se tendió sobre la tierra y cerró los ojos. Si el viento hubiese sido más fuerte ese día el mundo no habría cambiado de rumbo. Nadie contaría esta historia tal como me la contó mi madre y la cuento yo ahora pero eso qué más da. En su lugar, tal vez una emoción difusa estaría tratando de asomar la cabeza por algún recoveco del agua.