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Camino de Santiago
6 février 2007

De Mequenez a Rabat

A la hora del calor, sentados en el quicio de la tienda de Hassan, en Bab Mansour, en Mequenez, vemos pasar una comitiva fúnebre con un cadáver, envuelto en su lienzo, dentro de su caja abierta. Lo portan en andas seis hombres, a quienes acompañan un centenar de otros hombres de todas las edades, a pie, cantando en honor de Alá.

Se trata de alguien que ha muerto de enfermedad o de accidente, afirma Hassan. El caracter exclusivamente masculino de la comitiva impide pensar que el cadáver pueda ser el de una mujer, por lo extraño que resulte imaginar a una mujer llevada hasta su tumba sólo por hombres. Hassan me explica la secuencia: al entierro van los hombres pero la primera visita a la tumba tras el entierro está reservada a las mujeres.

Al día siguiente, dulcísimo jugo de naranjas al desayuno. La camarera es calamitosa, chilla constantemente y estornuda sobre los platos. Tren para Rabat. Hace años, cómo me gustaba subirme al tren, a cualquier tren, donde quiera que hubiese un tren y como fuese. Ahora presiento que no está tan lejano el día que diga: de aquí no me muevo.

La risa, remedio infalible, se llamaba la sección de tiras cómicas del Reader's Digest. Es fácil reírse del prójimo, es divertido reírse con el prójimo, sobre todo si el prójimo le ríe a uno las gracias. Pero es incómodo comprobar que es el prójimo el que se ríe de uno. El botones del hotel en Mequenez no pudo reprimir un acceso de risa cuando le pregunté, hacia las ocho de la tarde, cuál era el horario de la piscina. A la entrada a los andenes, en la estación, el controlador me avisa que el primer tren va a Fez y el segundo a Rabat. Ah, le digo, el primero no me sirve y el segundo sí. Detrás mío, escucho carcajearse a un grupo mientras repiten mi frase. La risa, remedio infalible. Se me ocurre una caricatura. Dos puertas, la primera para hombres, la segunda también.

La risa es contagiosa, ya se sabe, y seguramente libidinosa. Ninguna risa como la de los personajes ingenuos de la Trilogía de la vida de PPP. En el compartimiento del tren van tres parejas: dos muchachas muy jóvenes no paran de reír. Dos mujeres adultas, ríen a veces. Una pareja mayor no ríe ni por asomo. En la segunda parte del viaje, brusca inversión de tendencia: las jovencitas se quedan serias y los mayores no paran de carcajearse.

Al borde de la trocha ferroviaria, ricinos, cardos, bolsas de plástico destripadas, natres, buganvilias.

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Rabat, la medina, al atardecer. Enfrente, Salé, su playa, su cementerio, antiguo refugio de piratas, tal como Chauén fue antes española y Volubilis romana, todo fue antiguo alguna vez, con perro, con fauno, con efebo, y acabó perdido y desintegrado o encapsulado en el Museo de arqueología, donde campa por sus reales un enorme gato negro que atrae a un loco que sabe acariciarlo, un loco que se deja ir miméticamente a adoptar las posiciones de los luchadores romanos hechos estatuillas. 'Este hombre no está normal', me dice el vigilante, 'se tapa la cara y me hace morisquetas'.

Alí, el viejo taxista, es policía jubilado. Me lleva a los Jardines exóticos de Buknadel, cerrado por reparaciones. Camino hasta el museio Bezghati, tradiciones marroquíes, puertas y ventanas, salones, fogones, imprentas, alfombras, aldabas. Vuelvo a la torre Hassan y a la magnífica columnada y al Café Moro, al anochecer. Un hombre solitario bebe zumo de manzana Pom's, impregnado de solemnidad. De regreso, es inútil preguntar por el camino a seguir. No es que los rabatíes no tengan un plano en la cabeza, es que tienen el plano de una medina.

De noche, tras la pastilla y el Gerrouane gris en la terraza de la Clef, a un costado de la estación, gordas daturas y madreselvas perfuman el corazón batiente de la urbe capital del reino, y fragantes molles, y despeinadas palmeras, y gomeros tan podados que parecen bonsáis. Las familias se han echado a la calle en esta noche de sábado. Frente a las mujeres, cubiertas o descubiertas, frente a los mozos, barbudos o peinados a lo futbolista, da por pensar que en los tiempos del rey Juba, el rey bereber cuyo busto está en el museo arqueológico, las opciones eran más variadas.

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6 février 2007

El dinosaurio

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Con grandes gestos nos indica la pared del acantilado. Miramos la roca y no vemos más que roca. ¿Qué pasa?

Las huellas de dinosaurio, miren bien, son muchas.

Estamos en Almoçageme, en la costa central de Portugal. Bajamos a la playa por el acantilado. En ese momento una de nosotros, geóloga, nos hace notar las huellas sobre la roca.

Están perfectamente dibujadas, miren las garras.

¿Cómo pudieron preservarse a través del tiempo? De pronto perdemos el miedo de hacer preguntas tontas. ¿La piedra era blanda? ¿Por qué el dinosaurio trepó por ahí?

Era fango y se petrificó, manteniendo las huellas intactas, nos explica. Un cataclismo vino a modificar la posición de la formación rocosa, levantando esta pared y formando el acantilado.

Hay que decir que este prodigio está al alcance de quien quiera verlo, cerca de Lisboa y junto a una playa muy frecuentada durante el verano. Pero habríamos pasado por su lado sin verlo si no hubiese estado con nosotros alguien que sabía.

Es seguramente una obviedad, pero a la hora en que se escucha a menudo el elogio de la mirada edénica, desprovista de las adherencias de nuestra cultura desnaturalizada, el dinosaurio vino a recordarnos que para ver y comprender hay que educarse.

La foto es de Mário Furtado.

27 janvier 2007

Otras palabras

Domingos de antes, largas caminatas por la tierra redonda, domingos de ahora, o de por ahora, demorada inspección del cielo desde la ventana buscando la dirección de los aviones. Así como el sábado fue promesa de alegría, como cantó Vinicius, así sea la alegría de Alfonso Alcalde, que era alegría provisoria, al ver caer el domingo se instala la melancolía. De todos los adjetivos que ha recibido ese sentimiento en vías de extinción me quedo con el que le dio Roberto, melancolía artificial. Alegría provisoria y melancolía artificial, palabras de marinero en tierra, morriña gallega, saudade lusa, añoranza castellana, enyor de los levantinos, ay pena penita pena de Andalucía. Es domingo y me vuelve a la memoria un soneto que leí hace treinta años y nunca más volví a encontrar, del que he olvidado todo salvo el nombre: Un domingo sin Delia.

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Melancolía, Edward Munch, 1899

9 décembre 2006

Emma

Hace un año mandé este relato, Emma, al Concurso de cuentos 2005 de la revista Paula. El concurso tiene su tradición y, sobre todo, tiene su premio. Se trataba de unos mil trescientos euros, más o menos. Al precio de los pasajes aéreos, que anda bastante subido, es lo que se necesita para ir camino de Santiago en temporada baja. Que es lo que hubiese querido hacer. Si de paso me daban un premio, qué remedio.

A pesar de haber leído Sensini, de Bolaño, detesto los concursos, en general, y los literarios en particular. No participaba en uno de ellos desde los tiempos en que con Rodrigo Lira y Roberto Merino escribimos San Diego ante nosotros. Pero esa historia la cuenta Roberto y a su versión me remito. We're only in it for the money, como decía Frank Zappa.

Para volver a Emma, no tuvo más premio que aparecer como finalista en el volumen publicado por Alfaguara bajo el nombre del cuento ganador del concurso, Mi nombre en el Google. En fin, aquí está Emma (en PDF,  Emma, las pruebas de edición). A ver si les da compañía, como Alfaro se la dio a Emma durante un largo viaje.

 

Emma

«On voit une femme, on pense qu’elle sera vieille, seulement on ne la voit pas vieillir. Mais, pour moments, il semble qu’on la voie viellir et qu’on se sente vieillir avec elle: c’est le sentiment d’aventure».

J-P S

para Miguel Angel Larrea

1

Es un Land Rover. Parece salido de un espejismo, de un milagro, de un filme. La Panamericana y los arenales en torno arden bajo un sol de castigo. El espejismo persiste, el Land Rover se detiene.

Al volante, al lado derecho (?), tocada con un pañuelo, las gafas perfectamente ajustadas, la old lady espera a que Alfaro formule su demanda. Conturbado, éste junta cinco palabras en inglés e intenta componer una frase:

-Voy al Norte... ¿puede llevarme?

La inglesa ajusta sus gafas un milímetro antes de responder:

-Más adelante... ya nos volveremos a encontrar.

Mientras Alfaro calibra la respuesta, el Land Rover se aleja sin remedio. ¿Por qué se detuvo, entonces? ¿Quería verle la cara, apreciar su inglés macarrónico? ¿Qué puede hacer una anciana inglesa en esos arenales? El sol convierte cualquier duda en humo, cualquier imagen en espejismo. Nadie se detuvo, el Land Rover no es más que otro avatar de la tarde sofocante, un vulgar fatamorgana.

Un destartalado camión peruano se detiene de verdad y el conductor acepta acercarlo hasta Chancay, a un centenar de kilómetros al norte de Lima. El chofer es un ex boxeador. Alfaro le comenta que ha visto unos combates al aire libre en la plaza de Pisco.

-Yo los gané esos combates. Toditos -afirma.

El camión deja a Alfaro a la sombra de unos algarrobos. Asoma un hombre joven. Alfaro le habla del valle, del camino, de la ciudad de Córdoba, de la ciudad de Santiago, tan triste, tan grande.

El hombre desaparece para volver con un cazo lleno de mangos maduros, que va mondando con un cortaplumas. Los comensales se rechupan los dedos y los codos chorreados por el líquido deleitoso, y luego se lavan las manos, los brazos y las caras en un arroyo cercano.

-Antes de llegar a Huacho hay una barraca verde donde sirven caldo de gallina. Párese y pruébelo -dice el hombre de los mangos, a manera de despedida-. Le va a volver el alma al cuerpo. Se le va a poner la carne de gallina. Se va a poner arrecho. Le van a dar ganas de pisar.

Otro camión se detiene. Va justamente hasta Huacho, a descargar toneles.

-Vengo de Argentina -cuenta Alfaro-, vengo de Bolivia -se corrige-. Se me entreveraron los acentos. Vengo de La Paz y voy a Bucaramanga. Vengo de Córdoba, vengo de Santiago. Lima es más grande. Lima se las tira a todas. La selección peruana juega mejor. A ver si llego hasta Cúcuta. A probar suerte en la lotería de Barranquilla. A conocer a los viejos del valle de Quillabamba, en Loja. Son todos centenarios. Porque comen picante al desayuno. Porque fuman picado grueso. Porque remuelen hasta bien entrada el alba. Siempre quise cruzar el canal de Panamá. Voy a sacarme una foto en la mitad del mundo, al pie del volcán Chimborazo, para mandársela a mi novia. Voy a participar en el festival internacional del bolero, en Machala. Compuse uno, se llama « De lo recóndito de mi ventrículo ». Con mucho gusto se lo interpreto:

El terciopelo de tu mejilla
Será mortaja del beso altivo
Que en vano busca tu boca húmeda

De lo recóndito de mi ventrículo
Mana un fragor de sangre indómita
Irguiendo músculos y cartílagos

Flor de la carne Mujer morena
Cuánto me causa risa con pena
Tu silueta bien me marea
Tu remembranza me zamarrea.

-A ver si se me acuerda de usted, su novia... Lo que usted tiene que ver es Chiclayo, la capital de la anchoveta. Ese puerto sí que se las trae. Y Piura, donde están las mejores casas de putas del Perú. Las hay limeñas y trujillanas, pero las guayaquileñas son las más calientes. Si me acompaña a descargar, lo empujo hasta Santa. Mándeme una postal desde Tumbes, una vez estuve allí pero no crucé la frontera. Los monos (los ecuatorianos, pues) me miraban rete feo. Seguro que usted viene escapando de Pinochet. La puta que lo parió. Ese roba y jode más de lo que aquí robó y jodió Odría.

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2

Emma, la ornitóloga. Se trepa al capó del Land Rover para observar con sus prismáticos británicos aves altiplánicas y pájaros amazónicos. Emma, le previene Alfaro, me voy a bañar en ese río que corre allá abajo, seguro de que ella no lo apuntará con sus gemelos, con la anatomía de los pájaros le basta y le sobra. Y con el té con leche, que ella misma prepara, y sus biscuits, su único alimento.

¿Está buena el agua, Mister Music Man? Así lo llama a causa de los dedos largos y delgados de Alfaro, que ella estima buenos para el piano.

Zarape a la vista. Los niños zarapeños salen a su encuentro, entre burros y cañizares. Necesitan gasolina. Desde un negro tambor hollado la transvasan, con una lata, al depósito del jeep.

Emma se ajusta el pañuelo que cubre sus canas, y dispone las gafas a la perfección. No habla una sola palabra de español pero, antes de que Alfaro hiciera de intérprete, ya había recorrido cuatro mil kilómetros y llenado el estanque del Land Rover decenas de veces. Quizá no habla español porque Alfaro está ahí para hacerlo por ella. Así no arriesga un ápice de su dignidad, ese sagrado tesoro que recibió como herencia y que se obstina en preservar e incrementar. De una cantidad importante de dignidad Emma se hizo conduciendo una ambulancia durante la guerra.

Un mapa que compró en una tienda de Chelsea, y del que nunca se separa, designa una huella incierta como la carretera Panamericana, el espinazo que recorre América de cabo a rabo, entre el Pacífico y los Andes. Tal vez un día fuera la carretera Panamericana, en los tiempos de Odría. En realidad, la carretera corre por la franja costera y atraviesa la frontera peruano-ecuatoriana por Tumbes y Machala. Pero Emma atiende más a su mapa que a la realidad, y se ha internado en la sierra, por Sullana y Macará, siguiendo esta huella de mulas. Mientras más hoyos tiene el camino, mientras más se estrecha, más se empeña ella en seguirlo. Where is my Southamerican highway?, espeta, sardónica, cuando pierde la pista.

No sólo el mapa lo compró en Chelsea, también todo cuanto trae consigo, los prismáticos, el té, las galletas... Emma vive en el Land Rover en perfecta autarquía, sacante la compra de la gasolina. Apenas sale el sol, se pone al volante. Al pasar por cualquier bosquecillo se detiene, se sube al capó y ajusta sus gemelos para hartar el ojo de colibríes, de tangaras azules, de gallitos de roca. Después ensaya unos hoyos de golf junto al camino, valiéndose de una piedra o de un terrón. Luego se bebe un par de tazas de té con leche, mordisquea dos galletas, y se pone nuevamente al volante. No busca ni esquiva los hoyos del camino, demasiado ocupada como está en no perder la traza de su ruta panamericana. Así, hasta la última luz del día. Entonces detiene el jeep y se instala a dormir en la parte trasera, donde ha acondicionado un dormitorio. Como no es demasiado grande, hasta puede estirarse en sus petates sin dificultad.

Alfaro, por su parte, tiene que buscarse la vida en las inmediaciones. Una pensión a la entrada de un pueblo, un galpón a la salida de otro, un prado en medio de una arboleda.

Apenas si hablan durante los trayectos. Un ornitólogo cree que el mucho hablar ahuyenta a los pájaros. Con todo, Emma lo pone al tanto del único incidente que le parece digno de señalar en su prolongado viaje. Viajaba por la sierra central de Perú, bajando desde la región de Cuzco hacia la banda costera, a la altura de Abancay. Después de una jornada sin historia, detuvo el jeep al anochecer y descubrió que las portecillas posteriores estaban abiertas. Entonces comprendió la razón de aquellos ruidos que la habían inquietado apenas un par de horas antes. Sus dos maletas habían ido a parar al fondo del caudaloso río Apurimac, llevándose ropas, libros y otros enseres. No había llorado al volante de la ambulancia durante los bombardeos nocturnos de Londres a comienzos de la guerra, no había perdido el norte en medio del gran desierto de arena en Australia, cuando decidió cruzarlo y dar así una sorpresa a su hijo que vivía en Brisbane. No iba a llorar ahora esas maletas perdidas. Conservaba los prismáticos, tenía té y galletas para varios miles de kilómetros. Emma se desató el pañuelo, se quitó las gafas y se echó a dormir.

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3

El aire es transparente, el camino se empina hacia las primeras alturas. Al fondo del valle del que se alejan, entre unos cañaverales, se despide una pareja de garzas. Emma viaja para observar aves zancudas, pero acepta a su lado a Alfaro, mamífero implume. Embarcó el jeep en Londres y voló a su encuentro en Buenos Aires. Se puso al volante, cruzó la pampa, la sierra cordobesa, la selva tucumana, rodeó el chaco austral y trepó por la quebrada de Humahuaca hasta el altiplano rumbo a la frontera boliviana.

Atravesó el altiplano central de Bolivia, se detuvo en Tiwanaku para ver la Puerta del sol, y por la ruta de Desaguadero flanqueó el lago Titicaca y entró a Perú. Mirando pájaros, bebiendo té. En la sierra peruana hizo un alto en Cuzco, subió a Sacsaywamán y pasó la mano por esas piedras lisas y tan bien entreveradas. Y se adentró por el valle del Urubamba para ver el tambo de Ollantay y más allá, por el valle caliente, el Machu Picchu y el Huayna Picchu.

Bajó desde Abancay hasta la costa, Alfaro lo sabe por el episodio de las maletas, y en Nazca miró de soslayo esos geoglifos enormes extendidos por la tierra caliente haciéndose guiños con las estrellas, como esqueletos de pájaros de piedra. Siguió esa ruta donde Alfaro la vio por primera vez, a la salida norte de Lima, y la creyó un espejismo que le decía en inglés que lo llevaría consigo si volvían a cruzarse más al norte, y eso hizo, después de Lambayeque, antes de cruzar el desierto de Sechura. Tal vez temió por sus pasos, como antes temió por los suyos en el gran desierto de arena de Australia.

Alfaro no intentó convencerla de que el camino de la costa era mejor. Emma ha querido pasar de Perú a Ecuador por una sierra despoblada, tanto mejor si el jeep se lo permite, Alfaro nunca hubiese puesto sus pies en estos sitios, y saberlo le embriaga la perdiz. Tal vez eso busque Emma, bandadas de perdices embriagadas. Cae tanta luz sobre esos cañaverales que el trazado de las garzas sobre el agua enceguece. « Aquí ha caído demasiada luz », le dijo una vez un místico, en las calles de Mendoza. ¿Qué puede durar una certidumbre, una menuda idea en medio de tanta claridad?

Emma dice que su viaje se detendrá en Quito, dentro de un par de semanas, que cuenta vender el jeep y volar hasta Londres. Ya está bien por esta vez, agrega, ajustándose las gafas, y en el siguiente bosquecillo se detiene, se encarama con sigilo al capó y se instala a observar con sus prismáticos el vuelo de un tentenelaire.

-Waxwing (Bombicilla garrulus) -dice, entusiasta-, what a holy thing!

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4

La Tina se llama este pueblo y hace las veces de frontera peruano-ecuatoriana. Del otro lado del puente, el villorrio ecuatoriano se llama Macará. El río, por su parte, se llama Chira.

Emma y Alfaro buscan la oficina de emigración. Está frente al puesto de la policía, pero la caseta está cerrada y bien cerrada, a pesar de ser media mañana. El funcionario se fue a Piura a arreglar unos asuntos, les pone al tanto el policía de turno. No tardará en volver. Unos cuantos días, apenas.

-¿Cuántos días pueden ser unos cuantos días ? -pregunta Alfaro, para ir amenizando la espera.

-Pueden ser algunos días, pues -precisa el policía ajustándose la gorrita.

-Depende de cómo se vayan dando los variados asuntos que el señor funcionario está tratando en Piura -deduce Alfaro.

-Da gusto ver como usted comprende las claritas cosas.

-¿Y no nos puede ir poniendo el timbre de salida usted, pues, en ausencia del señor funcionario? Usted es tan representante del Estado peruano en este pueblo de La Tina como él y mucho más aun en su ausencia.

-Eso tendría que ir preguntándoselo al teniente. Tampoco está, pero ya llega.

Cuando aparece el teniente, trae cara de venir despertando. Yo no puedo timbrar los pasaportes, simplemente porque no tengo el timbre, el timbre está dentro de la caseta y la caseta está cerrada con llave porque el funcionario anda en Piura arreglando unos asuntos, ratifica. Pero no tardará en volver, nunca tarda, un par de días o tres, estima.

El teniente tiene trazas de ser limeño, o arequipeño, o trujillano, urbano de cualquier manera, y de aburrirse soberanamente del poblado de La Tina y de sus asuntos rurales y fronterizos. El teniente tiene cara de aburrirse de cuanto lo rodea. Debe de ser un grandísimo tarambana para haber merecido esta destinación.

-Nosotros no podemos echar marcha atrás y buscar la otra frontera, a más de trescientos kilómetros de aquí por un camino imposible, sólo para obtener un timbre que el Estado peruano tiene la obligación de aplicarnos -Alfaro lo pone al tanto-. Ni siquiera queremos entrar en el Perú, lo que estamos queriendo es irnos.

-¿Y cómo es que a este hombre se le ocurrió irse justo ahoritica...? -se pregunta el teniente, rascándose una oreja. Sus cosas tendrá que hacer, pues -se responde.

-Oiga, vamos a ir al otro lado a explicarles la situación a los ecuatorianos. ¿Los ecuatorianos comprenden más rápido que los peruanos, entonces, teniente...?

Algo hay en las maneras del teniente que hace sentir a Alfaro que puede permitirse estas licencias. Poco se parece al tenientico insolente que le hizo bajar de un camión en un puesto militar entre Yunguyo y Puno y le ordenó vaciar la mochila sobre la mesa y deshermanar calcetines y desplegar pañuelos. Leía entonces Alfaro una revista que titulaba « Corvalán por Bukowski », en referencia al intercambio de disidentes entre las dictaduras chilena y soviética.

-Corvalán es comunista -había dicho el tenientuco.

-Sí -respondió Alfaro-. ¿...Y Bukowski?...

-Claro, pues, hablen no más con los ecuatorianos, ellos entenderán, como usted dice.

Mientras cruzan el puente, Alfaro va traduciendo someramente los diálogos habidos a Emma, quien parece percibir perfectamente el alcance de la situación. Del otro lado, los funcionarios ecuatorianos dicen estar muy halagados con la presencia de los forasteros y escuchan atentamente sus razones. Argumentan no tener problemas para aplicarles el timbre, pero los problemas, agregan, arriesgan encontrarlos luego los viajeros en Quito, sostienen, cuando alguien vea que en sus pasaportes hay un timbre de entrada en Ecuador y ningún timbre de salida de Perú. ¿Dónde se ha visto una irregularidad semejante?

-Es que nadie, ni en Quito, que está en la mitad del mundo, de acuerdo, ni en ningún otro lugar, por periférico que sea, va a investigar nuestros pasaportes al punto de descubrir esa anomalía insignificante, liliputinesca, argumenta Alfaro. Si resultásemos controlados, bastaría con mostrar que el timbre de entrada está en regla.

-Por eso mismo es que Ecuador no puede poner el timbre de entrada si Perú no ha puesto antes el timbre de salida, justamente. Ecuador no tendría problemas en ponerlo, pero los problemas los van tener ustedes después en la capital del Ecuador, Quito. Que Perú ponga pues el timbre de salida y Ecuador pone enseguidita no más el timbre de entrada...

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5

Más clara que la dialéctica de los fronterizos está el agua del río Chira. La justa oratoria contra los fronterizos deja a Alfaro con ganas de hundir la cabeza en el líquido elemento. Así se aleja, buscando un vado. No tiene consigo el traje de baño pero no se ve un alma en los alrededores. Se quita la ropa y se zambulle. En ese mismo momento aparecen detrás de los matorrales una decena de niños, tentados de la risa.

Los niños deciden también bañarse, pero se dejan el calzoncillo. Aun agujereado como un cedazo, el calzoncillo los pone al abrigo de sus propias puyas y chanzas. El agua no está fría ni tibia, ni quieta ni correntosa, está simplemente deliciosa. El Chira, a esta altura, es un río sin más mácula que la que deja el hocico de las bestias abrevando en su orilla.

Los granos de polen amarillo que flotan sobre la superficie del agua son como mundos o galaxias, como las burbujas que forman las manos del bañista o las amplias ondas lentas que abre el movimiento de sus brazos. Dos libélulas de alas negras revolotean sobre una semilla de cardo. Una hoja de álamo navega como un casco de galeón. Un pez diminuto viene a meterse entre la hoja y la superficie del agua y luego lo imita otro y otro, hasta que escapan todos despavoridos para luego volver y recomenzar el juego una y otra vez. Juegan a tener miedo los peces diminutos. Desde la orilla, cuatro o cinco vacas atónitas miran nadar al forastero. En torno a ellas giran inumerables moscas. Como dioses del atardecer o niños del río Chira.

Alfaro sale del agua y se seca al sol como un lagarto. Los niños se acercan. Alfaro se enfunda el pantalón y les pregunta si saben cantar. Los niños dicen que sí saben. Siempre que sea él quien comience. Alfaro va inventando una cueca:

El largo río Chira
Mucho se estira

Por el lado peruano
O ecuatoriano

Turista que se baña
Sin pasaporte

Lo ponen en la frontera
Culo pal Norte

Turista que se baña
Sin su visado

Lo ponen en la frontera
A culo pelado

El río Chira moja
A quien se enoja...

El más pícaro de los niños se atreve entonces con una canción que habla del asombro de las yeguas frente al atributo del asno. Y otro encadena con una estrofilla que dice que de las aves que vuelan su preferida es el chancho.

Alfaro pregunta por qué no hay niñas entre los niños. Los niños responden todos a una:

-Porque son sonsas.

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6

-Flys.

Emma sonríe indicando las moscas que vienen a probar la sopa. Alfaro cucharea bajo la ramada de la cantina de doña Delicia. Emma no toma sopa, of course, toma té con galletas.

Entre mosca y sopa, Alfaro se interroga por qué Emma acepta compartir con él este trayecto de su largo viaje, por qué accede a verle instalado como copiloto del Land Rover en las mañanas radiantes, en las interminables tardes, y alejarse en los anocheceres en busca de un lugar para dormir. Tal vez sea para ella un intérprete de una realidad que tanto la atrae como la repugna. Alfaro es para Emma lo que Doña Marina fue para Don Hernán Cortés. El traductor.

Ella toma té con galletas, él toma sopa con moscas. Ambos ajustan la distancia que los separa y los reúne, buscando dar con la distancia precisa. Ni tan cerca ni tan lejos. Como los pájaros, que los largavistas y la altura del capó del jeep acercan a la distancia justa, visibles pero libres. Alfaro se interpone, a medio camino entre las gafas bien ajustadas de Emma y el paisaje que se abre allí donde acaba la sombra del toldillo de Doña Delicia. Alfaro es ese paisaje.

Los niños del pueblo se agitan en las inmediaciones. Los niños se parecen a Alfaro pero Alfaro se parece a Emma. Alfaro sonríe, como si la sopa estuviera deliciosa.

-Esta sopa está buenísima, me va a dar las fuerzas necesarias para meter al teniente por el ventanuco del sucucho fronterizo, a ver si por fin nos timbran los pasaportes.

El teniente finalmente está de acuerdo, habrá tomado de la misma sopa. Dos guardias observan en silencio y aprueban con la cabeza. Mi teniente, la vieja gringa y su novio argentino ya nos aburrieron, nos salen hasta en la sopa, ya se acabó lo chusco que era verlos rebotar contra esta frontera donde no hay nadie que les timbre el pasaporte. Ya los oímos hablar en su jerigonza, lo vimos bañarse a él en el río, en pelotas, y a ella jugar a la chueca con unos palos rarísimos, ya los vimos incluso tomar sopa en la cantina de doña Delicia. Yo nos hostigaron. Que se vayan a joder a los ecuatorianos, mi teniente, échelos luego.

Alfaro hace un estribo con las manos para que el teniente apoye el bototo, y le da un empujoncito en el culo para que alcance el ventanuco. Esta ventana está bien pendeja, pero eso no lo autoriza a usted a ponerse tan confianzudo, alerta el teniente.

Cuarenta y ocho horas después de su llegada, Emma y Alfaro se disponen a cruzar la frontera con un flamante sello estampado en sus pasaportes. Sin firma, el teniente no ha querido comprometer su nombre en la suplantación del funcionario de emigración. Cuando éste regrese, tendrán que explicarse sobre este conflicto de competencias. Se va usted a arreglar sus asuntos a Piura y el trabajo tenemos que hacérselo nosotros. Esa no es una razón para metérseme por la ventana, teniente.

Alfaro los escucha, mientras el jeep gana terreno por la sierra. Emma sólo presta oídos a los pájaros.

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7

El jeep va subiendo la cuesta. Las nubes lo esperan, agazapadas en la altura. Son nubes de algodón de azúcar, blancas, lúbricas, ventrudas. El jeep se apresta a penetrarlas, impelido por la luz del sol.

Dentro del jeep, entre las nubes, la luz se vuelve sombra, el calor se enfría, el paisaje desaparece. Emma enciende las faros neblineros, unas linternas vacilantes en el vientre de ese nubarrón espeso, y ajusta los anteojos, como si éstos detuvieran el secreto del camino. Excitado como un niño, Alfaro abre la ventanilla del jeep, saca el brazo e intenta atrapar con el cuenco de la mano un puñado de nubarrón que parece ser granizado de piña.

-What a frog! -dice para disimular lo infantil de su gesto. O por miedo de ver desaparecer a Emma y al jeep en esa nada omnívora. Nunca había visto una nube por dentro, agrega. Ahora tampoco, porque no se ve nada.

El jeep llega a la cima. Sin despegar la vista del camino, Emma activa freno y embrague. Cómo se le ocurra cruzarse a un burro, dice Alfaro. « A donkey », traduce, inútilmente. Una blanca palidez, agrega, sin ton ni son.

La luz enceguece cuando el jeep asoma del otro lado de la nube, al otro lado de la montaña. Aparece otro valle, otro río, otros árboles, bañados por la misma luz.

Se hace noche en un puesto llamado Empalme. No hay más que tres barracones y numerosos soldados conscriptos en las inmediaciones. A Emma, Empalme le parece un sitio apropiado para pasar la noche. Estaciona el jeep entre dos molles y acomoda sus petates como cada anochecer. Good night, Mister Music Man. Have a nice dreams.

Alfaro se acerca a saludar a un grupo de conscriptos, a preguntar si puede extender su saco de dormir en uno de los barracones. Le responden que le preguntarán al cabo que le preguntará al sargento. Mientras tanto, en vista de que hoy es carnaval, véngase a tomar unos cañazos con nosotros en la galería del barracón donde puede que terminemos durmiendo todos, precisamente.

Los conscriptos se instalan en la galería de madera, en torno a una mesa desportillada, cada uno frente a un pequeño vaso de vidrio invertido. La botella que reina en el centro de la mesa no lleva etiqueta y su contenido es transparente como el agua. Los soldados son morenos y tienen la edad de la conscripción. Llevan el pelo cortado al rape, camiseta blanca, pantalón verde y botas negras. El reloj que algunos portan es una única variación al uniforme. Todos a una enderezan los vasos, uno de entre ellos los va llenando según la dirección de los punteros del reloj, la misma dirección que siguen para vaciar los vasos de un único trago. Beben según un ritual pautado como cuaderno de música.

Hablan de fútbol, de estoperoles, de mentolatum, de clubes y de selecciones, lo que los lleva naturalmente a hablar de ciudades, de Loja y de Ambato, de Quito y de Guayaquil. Los conscriptos están en Empalme desde hace ya varias semanas. El rito del vaciado « al seco » de los vasos opera sin prisas ni tardanzas, al punto que de la botella ya sólo queda el fondo. Tantas semanas en Empalme comienzan a parecerles largas. Contando con que no hay una sola mujer en las inmediaciones o, si la hay, su padre, o su hermano, o su marido ya la ha puesto a buen recaudo.

Aparece otra botella, tan transparente como la primera. El cañazo es dulzón, espeso, tibio como la carne, como la noche. Los conscriptos son costinos, o serranos, u « orientales », amazónicos. Sombrero de jipi-japa, sombrero de fieltro, tocado de plumas, Alfaro los adivina sobre cada una de esas cabezas rapadas, mientras acompaña con la mirada el turno del vaciado de los vasos. Acabada la segunda botella, asoma por la conversación un prostíbulo de Ambato, celebérrimo por las sodomías que en él se practican. El hoyo del culo es una estrella de mar, dice un conscripto costeño. Es el propio ojo de la papa, sostiene un conscripto serrano. Es un ombliguito de mona, concluye tiernamente un selvático.

-La raya opone a su apertura dos cúspides que encierran un fragor inflamado -se atreve a incrementar Alfaro.

Los conscriptos lo escuchan, perplejos. Al cabo de unos segundos largos, aflojan una estrepitosa carcajada. Echémosle más cañazo al argentino, se dicen golpeándose las extremidades inferiores.

Al cabo de la cuarta botella, o de la quinta, Alfaro se decide a dar las buenas noches. Al entrar en el barracón, se oponen a su andar unos bultos imprecisos. A tientas da con un espacio llano y con dificultad acierta a meterse en el saco de dormir. Afuera, oye decir al conscripto que lleva la voz cantante:

-Qué noche de carnaval de los carajos sin poder bailar ni divertirse. Ya parecemos peruanos. A ver, mis primos, si vamos a sacar a bailar a la gringa, entonces.

Alfaro trata de incorporarse, pero el saco le opone resistencia. En el jeep, alertada por las voces de los conscriptos, Emma esgrime el palo del que no se separa cuando duerme y le asesta con él a dos de ellos, que se alejan con la cola entre las piernas.

Les asesta ahí precisamente, en la cola, entre las piernas.

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8

Los indios saraguros se acercan al poblado, de negro vestidos -sombrero de fieltro, poncho, pantalón a media pantorrilla, ojotas-, el pelo negrísimo tomado en una trenza, a pie, solos o en grupos pequeños, serios, graves, dramáticos. Es domingo, día de mercado.

A la entrada del poblado, los burros, descargados de sus costales, esperan en el apeadero, allí mismo donde Emma ha dejado el jeep. Los burros rebuznan, algunos estrepitosamente.

-Atan a los burros junto a las burras -Emma se queja, se enfada, desata y ata su pañuelo. La presencia de las hembras excita a los machos inútilmente. Deberían poner a los machos a la entrada de la aldea y a las hembras a la salida.

-O al revés -temporiza Alfaro.

-Es una salvajada -insiste Emma, decepcionada.

Alfaro mira a los saraguros, taciturnos, ocupados en su mercado. Poco puede hacer por Emma y por la causa de los burros y de las burras. ¿Cuál será la causa de los asnos, por lo demás, la paz de los establos o el frenesí del aroma del sexo de las burras? ¿Y cuál será la causa de las burras?

Los saraguros parecen demasiado retraídos como para tomar cartas en el asunto. Emma está intratable. La aparente incapacidad de Alfaro a comprender su punto de vista y traducirlo en actos aumenta su crispación. Alfaro se siente súbitamente abandonado, perdido en un mercado de indios trágicos, acompañado de una añosa gringa excéntrica que se inquieta por la miseria sexual de los cuadrúpedos ungulados.

-Usted está necesitanto una taza de té y yo de una iglesia barroca donde rezarle un padre nuestro a mis antepasados que no dudaban en ahorcar a un perro por atacar a las ovejas, o a cazar con palos y a tender trampas a los pajarillos, o a lanzar incluso a una cabra desde el campanario de la iglesia el día de la fiesta del pueblo -murmura Alfaro.

Le vienen al recuerdo los perros de la plaza de su barrio. La banda de muchachos que allí se reunía antes del golpe militar había ahuachado a tres perros callejeros que se convirtieron en parte inseparable del grupo. Al mayor de ellos lo llamaron Cogollito, por su supuesto interés por el humo de la marihuana, a cuyo olor el perro no tardaba en arrimar su trufa. Al segundo, muy flaco y costilludo, lo llamaron Lanceta. Y a la perra, Zorruda. No porque pareciera raposa, sino por el tamaño de su vulva. Era ése un Club de Tobi pasado de años, no se admiten chicas, o si se las admitía era para llamarlas zorrudas. Una madrugada, unas cuantas ráfagas con balas de guerra acabaron con los perros, pocos días después del golpe de Estado. Las patrullas militares que surcaban los barrios en las largas noches bajo el toque de queda hacían tiro al blanco con los perros callejeros. Todo el barrio pudo escuchar los tiros, la queja lastimera de la perra Zorruda herida de muerte. A la mañana siguiente, los primeros vecinos en salir de sus casas escupían al suelo de la plaza sembrada de cadáveres de perro.

Los indios saraguros lo miran desde detrás de varias capas de distancia. O no lo miran en absoluto. Los burros súbitamente callan.

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9

Dejan atrás Loja y Quillabamba, aquél valle donde los viejos mueren centenarios y las guaguas mueren guaguas. Dejan atrás Cuenca -qué bonita- y Azogues -qué frío el viento seco en las alturas, qué húmedo el calor en las hondonadas. En una posada, el fuego derrite la grasa en el caldero por donde asoman unas colas de cerdo.

Avanzan hacia Riobamba. Emma apenas si habla, está pensando en volver. « Home », dice, y Alfaro siente pasar un río de implícitos, un río diferente de aquellos barrosos cursos de agua de esos valles calientes, o de aquellos torrentes prístinos y fríos que corren sobre lechos pedregosos en esas cordilleras.

Si toda palabra evoca una imagen, « home » le parece que convoca un paisaje surcado por un río canalizado, con bordes de contención hechos de ladrillos coventry, balaustrada y puentes de piedra gris, un río cívico, constitucional. Emma tiene, por lo menos, esta realidad palpable para confrontar con sus prejuicios, para confortarlos, o reducirlos, o modificarlos. Pero, también, qué puede ser lo palpable para quien no come otra cosa que biscuits. Emma dice que ya es hora de volver a casa, que desde que perdió las maletas en el río Apurimac no piensa en otra cosa, que Quito es la última etapa de un viaje que ya ha durado demasiado, que vende el jeep y se sube a un avión y luego... « home ».

A Alfaro le da por pensar que Emma quiere desembarazarse de él, que lo siente un estorbo, que está resentida por no haber sabido él contener a los conscriptos, o por no haber sido capaz de hacer nada a favor de los burros, o por el retraso con los pasaportes, o por dejarla sola para irse por ahí a tomar sopa con moscas, o a hablar con niños y con campesinos, tal vez cree que le cobran demasiado por el combustible porque Alfaro es un cándido capullo que se identifica con los aldeanos, se crerá que ella es rica porque es súbdita británica y se desplaza en Land Rover. Tal vez a causa de su presencia se contiene de subirse al capó del jeep cuando le viene la gana de mirar sus paseriformes, o de arremangarse la pollera y tomar el sol en sus piernas que serán tan blancas, o se aburrió de él, eso es, como los fronterizos peruanos se aburrieron de ellos y se los cedieron a los ecuatorianos.

O porque es argentino, y como tal revindicará las islas Malvinas con su merinos abrigados y su vegetación jorobada por el viento.

Alfaro piensa que no debe darse tanta importancia, ciertamente no se la otorga Emma, que de sobra tiene con lo suyo y en ello está centrada, ya habría decidido acabar con este viaje antes de acogerlo a él y precisamente por eso lo acogió. ¿O fue él quien la acogió providencialmente a ella que venía cayendo por una profunda tristeza, como sus maletas cayeron a las aguas procelosas del río Apurimac? ¿No será al revés? Eso. Al revés, se dice, la cosa es al revés.

Alfaro se concentra en la forma de las nubes. Un viejo, dos carneros, una cópula, el inevitable hongo atómico. Lo mejor de estas formas es que apenas duran el tiempo de su defiguración, del permanente fundido de una en otra.

La neblina se abate sobre el camino, una niebla densa, una neblina londinense, dice Alfaro, por decir algo. El camino es una sucesión de curvas. A la vuelta de una de ellas, increíble pero cierto, decenas de cilindros metálicos con una calavera estampada vienen rodando camino abajo. Peligro. Emma se ve obligada a detener el jeep al borde del camino.

Alfaro desciende y echa a andar en dirección de lo que se adivina un accidente entre la bruma. Dos camiones han chocado de frente. Un camión está volcado y por su parte posterior, abierta, se escapan los cilindros. El otro camión está desfigurado, atravesado en el camino. Los pasajeros de este último descienden como pueden, aturdidos, maltrechos, se sientan o recuestan, mientras otros giran entre quejas y lamentos. Uno de ellos intenta recoger su sombrero y, pálido y tembloroso, enciende un cigarrillo para recomponerse.

-Apague eso, por favor -le increpa Alfaro indicando la calavera de los cilindros.

Vuelve al jeep a explicarle a Emma lo que ocurre. Enfermera durante la guerra, ella sabrá mejor qué hacer con los heridos. Yo puedo conducir hasta Riobamba, le propone, usted puede ir curando a un par de heridos durante el viaje.

-Absolutely not. Mi viaje ya se ha terminado -corta Emma secamente-. Yo debo llegar cuanto antes a Quito, para regresar a Inglaterra de una vez.

Alfaro vuelve al lugar del accidente. El conductor del camión volcado yace a un costado del vehículo, muerto. Alfaro comienza a despejar el camino de cilindros y vuelve al jeep.

-Como quiera que sea, no podemos evaporarnos y dejar a esta gente muerta o medio muerta por el suelo. Hay que dar aviso al hospital para que manden ambulancias. De paso podemos llevar a un par de heridos. Riobamba está en su camino -le dice, subiéndose al jeep.

Por toda respuesta, y sin variar la expresión de su rostro, Emma pone el vehículo en marcha. Por un momento, Alfaro la cree capaz de pasar de largo, dejando a los heridos en la estacada. « Deténgase aquí », le ordena.

-Ayúdenme a subir a estas señoras -dice, tomando por los hombros a una mujer mayor que se ve muy a mal traer. Nos llevamos a tres personas y prevenimos al hospital rápidamente. Las ambulancias no tardarán, conforta a los heridos, abriendo la puerta posterior del jeep.

Los accidentados tienen cortes en la cara y sangran profusamente. Alfaro dispone a dos heridas en la parte trasera del jeep y cuando se dispone a instalar a una tercera en el sitio del copiloto, se percata que en el jeep ha tomado ubicación junto a Emma otra mujer. La inglesa, entretanto, no ha soltado el volante y continúa mirando hacia el camino, como si nada de eso existiera, ni las mujeres a bordo del jeep, ni los cilindros desparramados por el suelo, ni los camiones, ni Alfaro que se agita, ni siquiera la bruma.

-Bájese -dice Alfaro a la mujer que se ha sentado junto a Emma.

-Es que yo no puedo dejar sola a mi tía -se defiende aquélla, indicando a una de las heridas en la parte posterior del jeep-. A mí también me tienen que curar en el hospital -agrega, mostrando un leve rasguño junto a una ceja.

Alfaro la toma por un brazo y la hace descender. Vuelve a por la herida, la carga con dificultad y se dirige hacia el jeep. Entonces ve que la mujer del rasguño en la cara ha vuelto a subirse al jeep y se ha vuelto a instalar junto a Emma.

Desazonado, Alfaro acomoda como puede a la herida al borde del camino y sube al jeep por la parte posterior. Vamos, le pide a Emma, al hospital de Riobamba. En el trayecto, la rasguñada vuelve el espejo retrovisor hacia su cara y estima el largo y el ancho del rasguño junto a una ceja. Cada dos por tres se vuelve mecánicamente hacia Alfaro y le pregunta cuán desfigurado le ha quedado el rostro.

-Desfiguradísimo -responde-, nunca volverá a ser la misma.

Llegados al hospital, unos camilleros se hacen cargo de las heridas pero rehusan instalar en una camilla a la rasguñada, quien debe resignarse a acompañarlos por sus propios pies. Alfaro ordena someramente el espacio posterior del jeep y se acerca a la ventana del conductor.

-Gracias por traerme hasta aquí -le dice a Emma, tendiéndole la mano.

-Disfruté mucho de su compañía. Que tenga una estupenda travesía del Atlántico, que las islas británicas la acojan con sus mejores pájaros. All the best for you.

-Lo mejor para usted también, Mister Music Man -responde Emma en un aceptable castellano, apretándole los largos dedos de músico-. Buena suerte, donde quiera que vaya.

Alfaro mira alejarse el Land Rover. Fatamorgana, dice, via, via, va-t-en, farewell, embora, embora. Se siente desplomado, como si hubiese debido cargar con el muerto, con las malheridas, las rasguñadas y los cilindros metálicos a cuestas desde la neblina hasta el hospital de Riobamba, como un burro con sus costales o un Sísifo con su piedra.

La neblina se disipa de pronto y el sol resplandece. Caminando en busca de un hotel barato, Alfaro escucha una música de fanfarria. Sólo le falta darse de narices con el carnaval de Riobamba. Ojalá lo hayan prohibido las autoridades militares invocando la inminencia de una erupción volcánica o sociopolítica, provocando una crisis de melancolía entre los carnavalistas.

En la carretera, en su Southamerican highway, Emma ve caer la primera tiniebla. Ya no es la hora de los pájaros, es la hora de los murciélagos.

5 novembre 2006

¿Qué culpa tiene el tomatl?

Abecedario encontrado en México

Tantas cosas se han encontrado en México, el aguacate, el cacahuete, el chocolate, el tomate, el chicle, el maíz… Otras tantas se han perdido. Moctezuma perdió un imperio, Cantinflas perdió el hilo de la conversación. Este abecedario lo dio por perdido un pajarón (un zopilote, un quetzal canoso), pero un arqueólogo lo encontró y tuvo el buen gusto de devolverlo. A él le está dedicado.

 

 

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Delfina Flores, óleo de Diego Rivera

A
Agave
Tarda el agave en florecer y cuando florece, muere. De su corazón se hace tequila, mezcal, pulque, aguamiel. Para apagar la sed de tequila de medio mundo, medio México corta árboles y planta en su lugar agaves.
Aguacate
Molido y picante : guacamole. Del nahua, testículo.
Ahuehuete
El árbol más grande del mundo es también el más viejo y probablemente el más bello. Está en Santa María del Tule, en Oaxaca, en el sudeste de México. Es un cedro del tipo Taxodium mucronatum que los mexicanos llaman ahuehuete, lo que viene significando «viejo del agua». Tal y cual, éste ya estaba en pie mientras predicaba Cristo. Cuando los españoles lo vieron hace quinientos años se quedaron con la boca abierta y decidieron construir una iglesia a su costado. «Hay en esta tierra árboles muy grandes, tienen la hoja muy menuda, la madera muy olorosa, son muy altos y hacen gran rueda, y siempre están muy verdes», escribió Bernardino de Sahagún, cronista de la Nueva España. Más de cuarenta personas con los brazos abiertos se necesitan para rodearlo. Los niños de Santa María se ofrecen a los visitantes para mostrar, con la ayuda de un espejito que refleja la luz del sol, las formas caprichosas de su corteza. «Aquí el trasero de María Félix cuando joven». Para los franceses serán les fesses de Brigitte Bardot y para los españoles el culo de Sarita Montiel. ¿Ya lo vieron? Aquí el gesto de Vicente Fox saludando la victoria: «la forma de una mano que ya ganamos del Vicente Fox de la victoria». Para los hexagonales será el perfil de François Mitterrand, y para los peninsulares, la barriga de Franco y el bigotillo de Aznar. Dulce y amarga polisemia de las formas.
Alegría
Dulce de semillas de amaranto confitadas en miel.
Alfarería
En Ocosingo, en San Lorenzo Zinacatán, en San Juan Chamula, en Amatenango del Valle, las mujeres visten la mismas ropas, tejen la mismas telas, moldean las mismas palomas de alfarería y rezan a los mismos santos travestidos mientras sus hijos cantan las mismas curiosidades por los mismos pesos a los mismos turistas que recogen en sus mismas cámaras estas mismas imágenes.
Amaranto
Gramínea cultivada por los pueblos mexicanos prehispánicos. Sus minúsculas semillas son tan proteicas como el trigo; sus hojas, tan alimenticias como la espinaca y, por si fuera poco, decora y colorea el huerto, tal como su nombre indica.
Aprender
En el sur de México hay un pueblo donde sólo se puede ir a aprender, nunca a enseñar.
B
Basura
A orillas del camino, vomitonas de basura.
C
Cacique, caciquismo
El peor presente fue a encontrar confirmación en el peor pasado, a todo lo cual dice oponerse un presumible cacique.
Campeona
Todas las carreras gana, Ana Guevara, primera mejicana campeona mundial de atletismo. Todas, contra sus adversarias, contra la fatiga, contra ella misma, contra el estereotipo de la mujer, mexicana por añadidura, sumisa, perdedora, lenta. Después de ganar una nueva carrera, los fotógrafos y los camarógrafos la arropan en la bandera mexicana y Ana les enseña sus lustrosos bíceps, tríceps y cuadríceps. En la carrera de los estereotipos todos corremos en todas direcciones. Esa carrera es difícil ganarla.
Campesinos
«Nuestros productores necesitan dejar de pensarse a sí mismos como campesinos y empezar a verse como hombres y mujeres de negocios». Roberto Newell, delegado de la Secretaría de agricultura de México. Cuando alguien suelta una memez de este calibre, los mexicanos exclaman ¡A poco!
Cantinflas
Mario Moreno creó el personaje de Cantinflas, un Charlot subtropical, un trabajador del lenguaje que se vale de este recurso abundante para hacerse con un lugar en el mundo. Cuando un mexicano comienza a cantinflear (más de la cuenta) los otros lo animan: ¡Viva México!
Códices
Manuscritos prehispánicos escritos sobre papel de higuera o piel de venado, en tiras de diez o más metros de largo. Se leen de derecha a izquierda y de arriba a abajo, siguiendo la ondulación de una serpiente. Presentan historias intemporales: tal Señor Pantera se fue con tal o cual Señora de las Flores. Se dice que los frailes atrevidos echaron a la hoguera los códices osados. Los que se salvaron de las llamas sirven hoy de antecedente a las historietas de Disney y a la pintura de Roberto Matta.
Conejo
Para restarle brillo a la luna, los mixtecas le lanzaron un conejo que quedó estampado en ella para siempre. Parece mentira, pero basta mirar a la luna para saber que la historia es rigurosamente cierta.
Corona
Republicanos dicen ser, pero no esconden su debilidad por la Corona (con una rebanada de limón).
Ciclista
El pueblo se llama El Trópico. En la calle principal yace un ciclista, un autobús se lo llevó por delante. Su cuerpo está cubierto por una sábana blanca manchada de sangre. Se agrupa la gente, los familiares aún no sabrán la noticia. Pondrán una cruz al borde del camino.
Ciudades
La gente (la gente bulliciosa o silenciosa, la que se agrupa a orillas del camino) abandonó Palenque, Monte Albán y Teotihuacán, las grandes ciudades del mundo antiguo, tan pobladas como Roma,  Babilonia o Jerusalén. Esa misma gente que ahora superpuebla la superciudad de México, la mayor ciudad del mundo mundializado, la que ha sextuplicado su población en un abrir y cerrar de ojos, la supermetrópolis que se traga los superlativos y aumenta con ellos de tamaño, esa misma y pobre gente no se decide todavía a abandonarla.
Cool crab
En el mall de Santa Fe, lo más chic de lo más mex: una playa de Cancún en miniatura, protegida por vidrios, por donde corretean unas docenas de cangrejos ermitaños cuyas conchas han sido coloreadas. A cien pesos el ejemplar. Azul, blanco y rojo de la bandera norteamericana, blanco y amarillo de la sopa Campbells.
Cristo Negro, Nuestro Señor del Veneno
Había en esta villa de Coyoacán un clérigo muy piadoso. Cada día se detenía a rezar frente a un Cristo crucificado al que le encomendaba encarecidamente el alma de su enemigo, quien le quería mal, gratuitamente. Al acabar de rezar le besaba píamente los pies. Así le vio haciendo su enemigo y urdió la sacrílega idea de poner veneno en los pies del Cristo crucificado para que el clérigo se envenenase. Al día siguiente llegó el buen clérigo a rezar y quiso besar los pies del Cristo crucificado según era su costumbre. Sorprendentemente, el Cristo crucificado contrajo las piernas alejando sus pies de los labios del clérigo, al tiempo que se volvía completamente negro. El malvado, que espiaba la escena, se arrepintió de su pecado, imploró el perdón del buen clérigo, tomó los hábitos y vivió el resto de su vida en santidad.
CH
Charros

Antes llevaban pistolones. Ahora llevan celulares.
Chocolate
Pero picante.
D
Diego

Poca simpatía por Diego Rivera, el personaje, semi trotskysta reconfigurado en vero stalinista. Pero mucha por su pintura, por su Sueño de una tarde en la Alameda central, por su Carnaval de la vida mejicana, por su Bañista de Tehuantepec, por su Delfina Flores. Cómo se pinta en mexicano, se preguntó Rivera, después de haber aprendido a pintar bien en europeo. Su respuesta es figurativa y supera al modelo.
Diego de la Vega
California es ahora Norteamérica y Zorro se dice sorrow.
Dieta
Deliciosa comida mejicana, también conocida como «dieta T»: tortillas, tamales, tacos. El que no engorda no es mejicano. Se almuerza fuerte, caliente, picante, hacia las siete de la mañana; se come hacia las tres o cuatro de la tarde, también fuerte, también picante; se cena ligero (pero picante). Frente a la carta de los restoranes, el extranjero va de sorpresa en sorpresa, hasta que da con la clave: donde dice no pica, debe decir pica-pica.
Dignidad
Suena el teléfono en medio de la noche. A quien duerme se le disparan las alarmas mentales. Al otro lado del hilo, una voz femenina pregunta : ¿Se encuentra Digno? Quien responde se mira en un espejo en penumbras, el pijama mal abotonado, el pelo revuelto. A pesar de todo, me encuentro digno, contesta. ¿Tiene otra pregunta?
Domesticación
No sólo humanos y animales se domestican entre ellos, como prueban el zorro y su principito. También las plantas. Hace cinco mil años en el valle de Tehuacán unos nómades domesticaron el maíz, lo desparasitaron, le quitaron algún venenillo que solía traer, y el maíz los domesticó a su vez a ellos que se hicieron sedentarios para cultivarlo y comerlo y beberlo de mil y una maneras, en atoles, tamales y tortillas. Ahora México importa maíz transgénico de Estados Unidos. ¿Qué culpa tiene el tomate?

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3 novembre 2006

Manojo con niña yemení

Si la distancia no existiera, ella estaría aquí, la niña vendedora de flores, tendiendo el manojo de flores y tomillo que recogió en la ladera frente a su casa y fue a vender al zoco de la ciudad de Jibbla, en el Yemen. Cuando apretaba la pestilencia de la basura acumulada en las calles estrechas que circundan la mezquita, apareció la niña vendedora de flores e impuso la luz de sus ojos y el aroma del tomillo desde su mano tendida.

Y si el tiempo no existiera, el manojo de sus flores no se marchitaría ahora en el vaso junto al escritorio y se mantendría siempre fragante. Pero el tiempo acecha y apenas dentro de algunos meses a la niña vendedora de flores le llegará su primera regla y con ella se despedirá del zoco de Jibbla y no volverá a salir de su casa hasta que quede convenido el matrimonio que le está destinado dentro de unos pocos años, apenas entrada en la pubertad. Irá entonces a vivir a la casa de la familia de su marido, a trabajar a las órdenes de su suegra, de donde no saldrá sino de manera esporádica, a hurtadillas y encubierta, con los ojos como brasas detrás de su mirilla, hasta que una menopausia temprana la franquee de esa servidumbre y le permita ir a cambiar unas cuantas palabras con los comerciantes y artesanos que trabajan en el zoco, donde ahora vende flores, después de haber parido y criado una decena de hijos y haber convenido el matrimonio de esos hijos, como su madre convendrá pronto el suyo. Pero ni siquiera es seguro que alcance esos privilegios de la edad, la esperanza de vida de la niña vendedora de flores de Jibbla es hoy por hoy de apenas 58 años, veinte años menos que la edad a la que el comprador del manojo puede aspirar.

Y si el Yemen no existiera, otro país viejo como el mundo ocuparía su sitio, un país con casas encaramadas entre peñascos y ciudades con altos minaretes, donde canta el muecín cinco veces al día llamando al rezo, y zocos estrechos donde se aprietan artesanos hacedores de objetos asombrosos. Un país periférico, como se dice, rico de historia y pobre de solemnidad, donde sólo son visibles los hombres, y van vestidos con faldón y chaqueta, llevan un corvo al cinto y se toman entre ellos de las manos, y parecen refinados y bruscos a la vez, y mudos o conversadores, un país anterior al plástico pero ya con bolsas de plástico destripadas flameando entre los espinos, con un jefe de estado que se demora hace treinta años en el poder según se desprende de sus veneradas imágenes, un país donde los escasos turistas acarician la ilusión de ser otros, viajeros de otro tiempo o emisarios de otro mundo, eso, mientras no los secuestren.

Y si la niña vendedora no existiera, el comprador de manojos se preguntaría dónde habría de encontrarla, en qué ciudad construida por una reina hace mil años, allí mismo de donde se traído consigo el manojo de flores y tomillo que ahora se marchita junto a su escritorio.

Y si el comprador de flores no existiera, la niña vendedora estaría allí, como siempre, con su palangana de aluminio al hombro llena de agua para refrescar sus flores, con su vestido azul y su tocado blanco y sus ojos negrísimos, tendiendo un manojo de flores  y tomillo a quien quiera olerlo y comprarlo por apenas cien ryales, esperando una vida llena de promesas, una vida en el centro del tiempo y la distancia, junto al zoco de Jibbla.

Publicado por El Utopista pragmático

10 octobre 2006

El zancudo sigue ahí

Enciende la luz e intenta localizarlo. Se trata de un zancudo pequeño, extraordinariamente móvil, al punto que parece contar con la facultad de aparecer y desaparecer a su antojo. No hay manera de acabar con sus días. También es verdad que él no está completamente despierto, lo que no quiere decir que esté soñando.

Cuando escribió esto que precede, hace tres meses, estaba en el trópico y era verano y ahora está en los Países bajos y es pleno otoño. Pero el zancudo sigue ahí.

Lo escucha zumbar, siente casi la inminencia de su picadura. El mejor ataque es la defensa, piensa, y se cubre con la sábana.

Será un zancudo que se embarcó en un avión de línea recién llegado de África, sobrevió al insecticida que expanden las rubias azafatas, desembarcó en Schiphol, o en Zaventem, o en Charles de Gaule y recorrió la distancia del aeropuerto a su casa en menos de lo que canta un gallo.

También cabe la posibilidad (todo cabe) que éste ya sea un zancudo vernáculo, una criatura del cambio climático. Se sabe que los trópicos avanzan a gran velocidad hacia los polos mientras estos últimos se derriten en cámara lenta. Y este apocalipsis premeditado adopta la menuda forma de un zancudo.

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7 septembre 2006

Algarabía magrebí

GORRIONES moros
Moreras, escombreras

Algarabía magrebí

Al crepúsculo la playa está vacía
Por la noche la lava la mar

Al alba canta el muecín
Mejor rezando que dormido dice


La gente asoma con el sol

Bilal tiene mal aliento
Malos recuerdos
Hanan escribe un verso
«Rey o mendigo te comerá el gusano»
Alal no es hijo de su madre
A su madre la vendió su hermano en el zoco
Aziz perdió la mano en la carnicería
Alí es mudo y dibuja su nombre en el aire
Nuredín quiere emigar a Italia
O en su defecto a «Newsland».

23 août 2006

La catedral del peregrino

El punto G del pasajero, el punctum de la fotografía (el que atrapa todas las miradas), el arco del delantero, el seno del recién nacido, la catedral del peregrino, el televisor soberano en el rincón superior de la habitación del hotel.

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7 août 2006

Tres "afuerismos"

Viajar consiste en pasar de unos paisajes muy feos a unos magníficos paisajes, tras dejar atrás unos paisajes regulares y otros anodinos. Un paisaje feo no necesita por fortuna ser definido ni descrito. Un paisaje magnífico se escapa de las definiciones. Suele ser un lugar que era diferente y se dejó transformar por la acción conjugada de la luna, del viento, del paso de la gente.

Para acortar camino, viajar es andar fuera. Tras cinco días de andar fuera llevo escritos tres afuerismos y un cuarto que se queda fuera.

Aquel hombre es un lector empedernido. Donde pone el ojo pone el libro.
Aquel otro es un turista empedernido. Donde pone el ojo pone la cámara.

Aquel hombre es tan descarado que su cara es más grande que él.

Aquel hombre es tan frágil que resulta herido en una colisión con una mariposa.

2 août 2006

Nuevamente camino de Santiago

Allá vamos, nuevamente, camino de Santiago. Como los peregrinos, en Citroen Berlingo. Con escalas en Buffon, Illas, Barajas (donde se suma la Antonia), Cáceres. Por el camino portugués, Marvão, Coimbra, Barcelos. Esperamos ver Santiago desde el Monte do Gozo. Y rehacer camino rumbo a Covadonga. La tierrina...

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13 juillet 2006

El zancudo

Enciendo la luz e intento localizarlo. Se trata de un zancudo pequeño y movedizo que aparece y desaparece a su antojo. No hay manera de acabar con sus días. También es verdad que no estoy completamente despierto, lo que no quiere decir que esté soñando. Busco una crema que compré en el penúltimo país en que me picó un zancudo, que fue Marruecos. El tubo está escrito en árabe pero se entiende que la pomada sirve pero no mucho.

También se entiende que estoy entre los trópicos. En Cabo Verde, sin ir más lejos. Los viajes se han convertido en una experiencia sensorialmente pobre: poco espacio y mala comida en los aviones, estrés en los aeropuertos. Las ciudades son sucias y ruidosas. Y por la noche pican los zancudos. En Chile dirían : Sóbate pa callao. Es lo que hago.

Al cabo de unas horas me descubro contando la experiencia por internet. Me salva un corte de electricidad. Donde estoy, la luz es coja y se cae a menudo. Andamos todos, como los místicos, esperando la llegada de la luz.

Por contar, cuento también de un niño que se trepa a un papayero, descuelga una papaya madura y me la regala. Sin pedir nada a cambio. De regreso a mi reducto lavo la papaya, la parto con el cortaplumas, le quito las semillas y me la como con una cuchara que me compré en un negocio chino. Está deliciosa y me deja muy buen sabor. Y una pregunta : ¿Seré capaz, alguna vez, de hacer otro tanto?

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Fuera, la calle está llena de comercios chinos y de mujeres vestidas a la africana con la carga en la cabeza. Más preguntas : ¿Tendrán los comerciantes chinos, que son muy jóvenes y van vestidos como futbolistas, tendrán más añoranza de su lejana tierra por estar en Cabo Verde, país de la saudade tropical?

Y la última : ¿Cómo consiguen las mujeres africanas equilibrar la pesada carga sobre sus cabezas y desplazarse durante largos trayectos sin que se vuelque ni una sola gota? Observo el procedimiento. Comienzan llevándose con las dos manos la carga a la cabeza, sobre la que llevan un pañuelo. Luego la equilibran sosteniéndola con una mano. Dos o tres pasos les bastan para alcanzar la cadencia apropiada para estabilizar la carga.

Un prodigio, como la papaya y el zancudo. Porque cuando desperté, el zancudo todavía estaba ahí.

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