Voy a buscar el
librito con las respuestas de 400 escritores a la pregunta de por qué escriben pensando en Kundera, acusado hoy por
una delación en que habría incurrido hace sesenta años en Praga. Esta
fue su respuesta: ‘Puede ser sólo una ridícula ilusión, pero uno está
convencido de que escribe porque dice lo que nadie ha dicho. Escribir
es así el placer de contradecir, la alegría de estar solo contra todos,
el gozo de provocar a sus enemigos y de irritar a sus amigos. Y es una
lástima pero, cuando el libro está listo, uno también quiere que guste.
Es inevitable, es humano. Ahora bien, ¿cómo puede gustar aquél que
desafía apasionadamente a todos? Esta es la enorme contradicción sobre
la que descansa nuestra actividad. ¿Habrá una salida? Sí; de vez en
cuando se tiene la suerte de ser mal comprendido’.
Junto
a Kundera, que está en el grupo francés y no en el checo, encuentro la
respuesta de Le Clézio, flamante Nobel. Es larga pero buena: ‘Lo diré
todo. Tenía diez o doce años, vivía en esa casa de tipo napolitano
sobre el puerto, completamente decrépita, con sábanas secando en todas
las ventanas, gatos peleándose en las terrazas y, por cierto,
escuadrillas de palomas. Entonces yo no sabía qué era un escritor, no
tenía idea, ignoraba que una vez hubo uno, llamado Jean Lorrain, que
vivió en esa misma casa. Me acuerdo de esa casa sobre todo cuando hacía
bueno, en verano y al inicio de la primavera, porque leíamos con las
ventanas abiertas y oíamos el ruido de los vencejos y los arrullos de
las palomas. Había un ruido que me provocaba. No sé decir por qué pero,
aún ahora cuando lo pienso, se me pone la carne de gallina y me pongo
melancólico e impaciente. Ese ruido precede el momento en que sé que me
sentaré en cualquier sitio, cogeré un cuaderno y un lápiz y comenzaré a
escribir. Ese ruido eran las voces de los muchachos que voceaban sus
nombres llamándose en el patio. Unos silbaban y otros asomaban la
cabeza por la ventana y decían: ‘¿No vienen?’. Y los de arriba: ‘¿Adónde
vais?’. Iban no sé adónde, a la playa, a la feria, o simplemente a la
esquina a hablar, a esperar a las chicas que salían de la escuela, no
importa adónde iban. Pero cuando yo escuchaba esos silbidos y los
nombres que pronunciaban en el patio, imaginaba otra vida que la mía,
imaginaba unas carreras en la infinidad de las calles, imaginaba unos
baños en el agua fría del mar, el sol, el olor del cabello de las
chicas, la música de los bailes, la noche, la aventura. Nunca escuché
que pronunciaran mi nombre en ese patio, nunca nadie silbó por mí. Yo
vivía en esa casa, en la misma casa que ellos, pero ellos eran otro mundo. Pues eso es, es por eso que escribo’.