Pepe, mi tío, me cuenta algo que le ocurrió en el tren. Según su costumbre, sube al tren por el vagón de segunda clase, contiguo al vagón de primera, porque piensa que ahí se va más cómodo, sobre todo si consigue mantener abierta la puerta que comunica con la primera clase. Busca un asiento en el sentido de la marcha del tren, del lado de la sombra. Justamente encuentra uno disponible. Se instala y tarda unos segundos en reparar que enfrente suyo va sentada una muchacha morena. También según su costumbre, la saluda cortésmente. La morena responde al saludo con una semisonrisa.

La morena es una maravilla, una flor de los jardines del Kilimanjaro, según aprecia mi tío Pepe, tanto así que decide llamarla para sí  «la Maravilla detenida», una paradoja teniendo en cuenta que el tren se mueve. La Maravilla apoya el brillo natural de sus labios con un ligero pinte y cada una de sus prendas tiene un detalle que tira a brillar, como el broche en el pelo y las correas de los zapatos. Lo más particular de su indumentaria son las mangas de su camiseta, que dependen de la parte superior a través de unos agarres como de portaligas. Unas falsas mangas cortas que comunican con unas falsas mangas largas por un falso portaligas, me aclara mi tío al ver mi cara de incomprensión. En fin, por lo visto el conjunto no tiene desperdicio.

La Maravilla detenida reclina su cabeza contra la ventana y entrecierra los ojos en actitud pensativa. Maravillado como está, a mi tío Pepe se le viene un poema a la memoria, Arrabal de las maravillas, de Alejandro Romualdo: «Si Júpiter hubiese poseído cisnemente negro a la negra Leda, y la leche negra de la loba sombría hubiese negramente amamantado a los negros Rómulo y Remo, Alicia, la oscura muchacha del viejo barrio de las Maravillas, sería una diosa alabada perfecta, sus nalgas: universales. Pero ni Ochún, ni Tlaloc, ni Viracocha alcanzaron el Olimpo, su áurea cresta. Alicia como ellos también fue preterida. Rodó, como la quinta rueda del carro de Zeus, hacia el olvido, al margen de la mitología, en el arrabal de las Maravillas. Oscura diosa increíble, sin poder y sin gloria».

La Maravilla, como si nada.

De pronto comienza a sonar la Sonora Matancera, la Sonora Cubanacán y la Sonora Palacios, todas a una. Pepe se sobresalta. Lejos de sobresaltarse, la Maravilla hace un ligero gesto de la mano, atrapa el teléfono celular y pulsa delicadamente un botón que acalla esa bullanga.

«Aló», dice. Sigue un largo silencio. «Pero sí tú sabías», añade, «además, por qué no me llamaste». Habla manifiestamente con su novio. Intercambian reproches. La Maravilla acompaña las frases con un mohín que indica que está contenta de hacerlos (los reprochitos) y descontenta de oírlos. Finalmente cuelga, pero mantiene el celular pegado al oído durante un par de estaciones.

Cuando por fin guarda el celular y retoma su postura detenida, mi tío cree descubir un nuevo esbozo de sonrisa en sus comisuras. Las estaciones desfilan por la ventanilla. Pepe comienza a temer el momento en que la Maravilla detenida se ponga en movimiento y desaparezca. En su cabeza comienzan a rondarle unas palabras para ofrecérselas. No para despedirla, no para decirle que le tenga paciencia al novio o que no le tenga ninguna, no, unas palabras más bien para decirle algo sincero. El vagón se ha ido vaciando, buena cosa, nadie más escuchará estas palabras que están destinadas exclusivamente a la Maravilla.

En el mismo momento en que está formulando la primera palabrita, de alguna parte de la Maravilla, de su celular, de su iPod, de sus brillitos, de su falso portaligas o portamangas, una voz echa a cantar: «Yo no quiero hombre casado, i-ô, i-ô, porque huele a matadura, i-ô, i-ô, yo lo quiero solterito, que huele a piña madura, i-ô, i-ô…».

Pepe se sobresalta nuevamente, se trata de un gesto reflejo. Esta Maravilla es puro realismo mágico, se dice, esta Maravilla es de macumba, candomble y vudú reunidos, exclama para callado. La Maravilla detenida se pone en movimiento, para callado también, camina hacia la puerta y desciende del tren en una estación desierta, donde no hace ni frío ni calor. 

Mi tío Pepe la mira alejarse y piensa que no todo está perdido, que podría enviarle un mensaje a través de la sección Kiss & Ride del diario gratuito que se lee en esos trenes: «A ti, Maravilla detenida, que hablaste por celular con tu novio y cantaste una canción para menoscabo de mi persona…». 

En lugar de eso, decide entonar, al recuerdo de la Maravilla, un verso del Hombre viejo, de Veloso: «La tarde cae, el arte arde en el abismo de las esquinas. La brisa leve trae el olor fugaz del sexo de las meninas».