Angola, Angola
qué pueblo formidable
pero no moriré de contento
porque sólo estoy aquí de paso
(RM)
Tantas veces se abrazaron el presidente de Angola, José Eduardo dos
Santos y el líder de la oposición armada Unita, Jonás Sabimbi, en la
capital de la vecina Zambia, a comienzos del mes de mayo de 1995, que
el fin de la guerra parecía súbitamente próximo. Incluso se llamaron «
hermano », rodeados por los mismos estados mayores de una guerra que
dura más de veinte años y que fue calificada por el secretario general
de las Naciones unidas como « la peor del mundo ».
Aquel día de los abrazos, los angoleños no se echaron a la calle a
celebrar la paz, porque ya lo hicieron otras veces y la guerra acabó
siempre por recomenzar. La gente salió a la calle, como cualquier día,
caminó mucho, vendió o compró lo que pudo en medio de aquella
permanente agitación de las ciudades africanas.
Como en Lubango, la principal ciudad del sur de Angola, que celebra
al ganador de una carrera de coches por las calles perturbadas de la
que fue una apacible ciudad colonial. Emulando las proezas mecánicas
del ganador, los angoleños parecen vivir otra euforia, tal vez la mera
posibilidad de tener algo que celebrar en medio de las ruinas.
« Amigo, amigo »
Como en el mercado de Vale tudo
(nombre de una telenovela brasilera), en las afueras de Luanda, donde
los vendedores son mayoritariamente zaireños, o más bien angoleños que
un día huyeron hasta el vecino Zaire (hoy Congo) y luego regresaron en
busca de mejores días. Uno de ellos comienza a hacer sonar una marimba,
su vecino agrega un corno y el de más allá unas maracas. Un comprador
rozagante, probablemente funcionario de una de las múltiples agencias
de ayuda de emergencia, se contagia y comienza a bailar. Los zaireños
lo rodean y bailan con él al grito de «amigo, amigo».Un perro comienza
a ladrar al ufano funcionario. Un pequeño rengo, con una pierna tocada
por la polio, tropieza y cae, en medio de las risas de la banda de
niños.
Al fondo de la escena, el sol se hunde en el Atlántico. Las islas
estiradas de la costa luandense y el perfil barroco de los baobabs
desaparecen hasta el amanecer. En los charcos de las inmediaciones los
temibles anofeles, cuya mordida transmite el paludismo, despiertan con
hambre.
Un poco más lejos, junto a la playa donde duermen decenas de
huérfanos de guerra, a poca distancia de donde los bebedores de cerveza
orinan el excedente, un grupo de músicos caboverdianos sentados en
círculo, bajo una acacia florida, cantan mornas y coladeras, y el
sentimiento indecible que despide esa música unta con un bálsamo
imaginario la piel de la ciudad costrosa.
Ni una humilde prótesis
Vista desde la altura del
altiplano central del país, la geografía angoleña mostraría los gruesos
costurones de las trochas ferroviarias que acarreaban antiguamente las
riquezas mineras y agrícolas del interior hacia los puertos costeros y
las metrópolis coloniales. Angola siempre ha abierto sus venas frente
al océano.
Hoy, con los ingresos de la extracción del petróleo submarino, que
explotan las multinacionales, el gobierno financia la guerra, mientras
que el comercio de diamantes que la Unita trafica por el vecino Zaire
sirve a la misma tarea. Los angoleños esperan, refugiados
mayoritariamente en la franja costera, la llegada de siete mil cascos
azules prometida por las Naciones unidas, lo más claro del tiempo
privados de agua y luz.
Angola no escogió como vecinos a la agresiva Sudáfrica del apartheid
ni al Congo de Mobutu, ni tuvo suerte dejándose enzarzar por la guerra
fría que norteamericanos y soviéticos libraban por procuración sobre su
tierra rojiza. El apartheid parece ahora agonizar y el desenlace de la
guerra fría se juega de otra manera y bajo otros cielos, pero las venas
de Angola siguen bien abiertas.
Como las manos de esas decenas de reclutas jóvenes inválidos que
mendigan al paso de los autos en las calles de Luanda, con boina y
uniforme de camuflaje. Pasan, sin apenas disminuir la velocidad,
camiones cargados con ayuda alimentaria, autos humeantes, motos
atronadoras, omnibuses maltrechos, y los reclutas inválidos apuran el
paso de la única pierna que la explosión de una mina les dejó, apoyados
sobre muletas, en pos de algunos kuanzas archidesvalorizados. El
ejército prefiere dejarlos mendigar en uniforme, falto de poder
asegurarles una cura de rehabilitación, una pensión de invalidez, una
humilde prótesis.
Nada está perdido
En el museo de antropología, o
senhor José Teca, tan pobre como elegante, se ofrece para mostrar las
salas donde la cultura agrícola ombundu, las armas bacongo o la
metalurgia chokwé esconden sus secretos. Una fragua en arcilla
reproduce las formas de un cuerpo de mujer ardiendo por dentro, por
cuya vulva se derrama el metal fundido. En la cultura chokwé, la mujer
no puede ver el fundido del metal, tal como el hombre no puede
presenciar el nacimiento de un niño, porque el niño, al nacer, es como
hierro fundiéndose.
Al despedirnos, José Teca nos cede un ejemplar de una monografía
sobre la evolución de los tronos lunda-chokwé, luego de explicarnos,
impulsado por nuestras preguntas, las virtudes profilácticas de la
circuncisión, tradicionalmente practicada entre los pueblos africanos.
Angola es un país minado por todas las corrupciones, grandes y
pequeñas. Cuentan que una víctima de una inundación salvada de las
aguas por un policía en servicio debe, desde entonces, abonarle cada
mes quince millones de kuanzas, el salario de un profesor de escuela,
el precio de siete cervezas y media. Pero José Teca nos dedica una hora
de su tiempo sin intentar vendernos nada, menos aún su monografía.
Desde Bruselas, una ciudad al abrigo del paludismo pero no de la
saudade, una postal dirigida al museo de antropología de Luanda, porta
esta leyenda : Nada está perdido.
junio de 1995, publicado por La Epoca y la Revue nouvelle