Otro libro del desasosiego
2666, Roberto Bolaño, Anagrama, 2004
1200 páginas no descorazonan al
lector que tiene entre manos 2666,
última y definitiva novela de Roberto Bolaño. Al contrario, al ver que el final
se acerca éste puede obligarse a desacelerar la lectura por miedo a que el
libro se acabe demasiado pronto. Inútil, porque la última página del libro bien
puede ser la primera. La novela que, como dice el tópico, se lee “de una
sentada”, está dividida en cinco partes que pasan a detallarse:
La parte de los críticos. Los críticos han puesto 2666 por las nubes. No se puede decir que el autor haga otro tanto con
los cuatro críticos que protagonizan la primera parte de la novela, un español,
un francés, un italiano y una inglesa (parece chiste), expertos todos en un
escritor alemán, Benno von Archimboldi, cuyos pasos siguen hasta Santa Teresa, en
el norte de México. Estos críticos son pedantillos y calentones y, de cierta
manera, anodinos. En lugar de cerrar la obra (qué más quisieran), los críticos
la introducen, le sirven de marca-páginas.
La parte de Amalfitano. Oscar Amalfitano es
un profesor de filosofía que nació en Chile y vive en Santa Teresa, tras
pasar buena parte de su vida en España. Como su apellido lo indica, su abuelo
era napolitano. Amalfitano tiene una hija, Rosa, nacida en España, a la que ha
criado solo, porque su madre los abandonó a ambos. La imagen de Chile que se
desprende de la parte de Amalfitano tampoco es brillante. Evocando a Lonko
Kilapán, que publicó en 1978 O’Higgins es
araucano para demostrar que los araucanos son griegos, Bolaño estima que
en la prosa de Lonko Kilapán caben todas las tendencias políticas chilenas, “desde
los conservadores hasta los comunistas, de los nuevos liberales hasta los
viejos sobrevivientes del MIR”. A pesar de vivir desde hace mucho lejos de
Chile, Amalfitano es irreductiblemente chileno (cabría explicarse sobre este
punto, pero la explicación entra en media página como en otras 1200), al punto
que se obstina en llamar “perritos” a los ganchos para la ropa (con la ayuda de
uno de estos “perritos” cuelga un libro en el patio de su casa), y en los
aeropuertos europeos debe separarse de su hija al momento de guardar la fila
para presentar el pasaporte.
La parte de Fate. Oscar Fate es un periodista afroamericano (que es como
hay que llamar ahora a los negros norteamericanos). Su parte se resume en
aterrizar por Santa Teresa casi por error, para cubrir un match de box que no
dura más de un asalto, y conocer allí a Rosa Amalfitano (otro Oscar para Rosa),
y conseguir aparentemente sacarla de allí.
La parte de los crímenes. Esta es la parte
medular de 2666. Para decirlo con las
palabras de Amalfitano, 2666 no es un
ejercicio de estilo sino un combate donde “hay sangre y heridas mortales y
fetidez”. Crímenes contra mujeres se cometen en todas partes, pero la magnitud
de la ola criminal que ha asolado al norte de México a partir de los años
noventa se escapa de cualquier parangón. Estos crímenes esconden y revelan “el
secreto del mundo” y ése parece ser la revelación que transmite 2666. Al contrario de las novelas de
género, donde el asesino se encubre entre los personajes y el lector debe echar
mano a su cachativa para encontrarlo,
los asesinos de 2666 no están entre
los personajes sino en la calle. Y quien salga a la calle a buscarlos, se
encontrará no sólo con los asesinos sino, sobre todo, con las víctimas, con más
y más víctimas. Con un basural repleto de víctimas. En 2666, los asesinos seguramente se potencian y se protegen unos a
otros. Y Santa Teresa es “nuestra maldición y nuestro espejo, el espejo
desasosegado de nuestras frustraciones y de nuestra infame interpretación de la
libertad y de nuestros deseos”, como la retrató Bolaño en su última entrevista.
O, como la describe Baudelaire en el epígrafe de la novela, “un oasis de horror
en medio de un desierto de aburrimiento”.
La parte de Archimboldi. 2666 acompaña por el frente oriental y occidental, durante la Segunda guerra, la
trayectoria de uno de sus protagonistas, el soldado alemán Hans Reiter. Y luego
su transformación, a lo largo del siglo veinte, de niño campesino en Prusia a
jardinero en Venecia y candidato al Nobel de literatura, recorrido al que se
engarzan un sinnúmero de historias paralelas, entrantes y salientes. Esta
parece ser la forma de 2666. En lugar
de ser un espacio con muchas entradas y un solo centro, como el laberinto, la
novela es un sinnúmero de entradas abiertas y relativamente convergentes, un
laberinto de laberintos. La última historia es ésta: en un parque, Alexander
fürst Puckler le cuenta a Archimboldi la suerte de uno de sus antepasados “gran
viajero, hombre ilustrado, cuyas principales aficiones eran la botánica y la
jardinería” y que escribió estupendos libros de viajes. “Lo que no pensó jamás
fue que pasaría a la historia por darle el nombre a una combinación de helados
de tres sabores”, el equivalente alemán de la cassata siciliana. Archimboldi se dispone a tomar el avión que lo
llevará a Santa Teresa, hasta donde lo siguen los críticos, ciudad donde se
cometen tantos y tan horrorosos crímenes de mujeres, y donde vive un profesor
chileno y su hija española. Llegado a este punto, la página 1200, el lector puede
cerrar el libro. También puede reabrirlo.